La Casa

Mi casa, como la de muchos bogotanos en los años 90, tenía una chimenea.

Una chimenea en la sala donde se reunía la familia, cuando la familia aún vivía en Colombia, cuando la familia aún era familia.

Una chimenea que chispeaba y nos calentaba. Ese sonido místico del fuego en una ciudad fría, pero, para mí, cálida y cercana.

Qué lindas esas casas de Cedritos, de varios niveles y con fachadas de ladrillo puro. Esas casas aglomeradas en pequeños conjuntos cerrados rebosantes de pasto, flores y árboles.

De esas casas quedan pocas en ese barrio y en esa ciudad. Casas que quisimos tanto y que, tan pronto, se desintegraron.

Qué aburridos me parecen sus reemplazos, los edificios. Esos mamotretos donde los vecinos se difuminan con los pisos y cientos de apartamentos.

Qué sosos son. No tienen el encanto de las casas con sus chimeneas crujiendo.

Nada como la Casa 4, o la Casa 6, o la Casa 12.

Nada como los faroles de luz iluminándolas.

Nada como el pequeño caminito que conectaba cada puerta.

Nada como las granizadas repentinas en las tardes grises que se tornaban blancas.

En una ciudad donde no nieva y mucho llueve, una granizada es el mejor de los regalos, especialmente para un niño. Salir a armar muñecos de nieve aunque duraran poco.

¿Son mis años o es mi nostalgia? Pero esas casas para mí son irreemplazables.

Un día, con mi mamá, muchos años después, cuando volvimos de vacaciones a Bogotá, quisimos ir a buscar a una vecina. Una vecina que sí se quedó en el país y que, como los demás vecinos, vendió su casa a cambio de un apartamento de estos cuántos entre mil.

No pudimos dar con ella. El portero no sabía quién era la vecina de la Casa 6 que ahora se diluía en la masa de vecinos de un edificio soso y aburrido.

Qué ingenuas.

Cabizbajas, nos preguntamos: ¿dónde se llevó el tiempo la magia de las casas con sus vecinos, sus faroles y sus chimeneas ardientes?